El lenguaje jurídico.

El lenguaje jurídico.

Miguel Carbonell.
Director del Centro de Estudios Jurídicos Carbonell AC.

Tal como sucede desde hace mucho tiempo, resulta indispensable en la actualidad reflexionar sobre la importancia del lenguaje jurídico[1]. Pese a su importancia, se trata de un tema poco estudiado, con el que frecuentemente tropiezan los estudiantes de la carrera, sobre todo en los primeros semestres.
El lenguaje jurídico, como corresponde a toda disciplina científica, es muy especializado y su dominio requiere de mucha concentración y de un aprendizaje constante. La utilización de términos técnicos en las clases de las escuelas y facultades de derecho está justificado. De hecho, uno de los aprendizajes más importantes de toda la carrera tiene que ver precisamente con el manejo y dominio del lenguaje de los abogados.
Ahora bien, no se debe olvidar que el lenguaje es una herramienta. Es decir, el lenguaje es un instrumento que nos permite lograr ciertos fines, pero no es un fin en sí mismo. La función primordial del lenguaje es permitir que los seres humanos nos comuniquemos. Cualquier expresión lingüística que impida lograr ese objetivo, o que lo dificulte innecesariamente, debe ser evitada.

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En uno de los libros que más han influido en mi formación como académico, Norberto Bobbio señalaba que uno de los primeros deberes de cualquier intelectual era ser claro al expresar su pensamiento[2]. Creo que tiene toda la razón, pero agregaría una pequeña precisión: la claridad no solamente es un deber de quienes hacen trabajo docente o de investigación sino de toda persona que desarrolle trabajo intelectual. Se trata, por tanto, de un imperativo que deberán observar los que aspiren a desempeñarse con éxito en el campo del derecho.
Los abogados no solamente suelen ser rebuscados en sus expresiones, sino que además son prolijos. Lo que pueden decir en pocas páginas, a veces lo prolongan hasta construir enormes legajos, llenos de tecnicismos y abstracciones incomprensibles. También la vacuidad expresiva y la prolijidad deben ser evitadas.
Un buen abogado es, casi siempre, una persona que sabe comunicar con eficacia lo que piensa. Y esa comunicación abarca no solamente a sus colegas de profesión, sino a cualquier persona con la que se relacione. La progresiva expansión de la oralidad procesal exige incluso con mayor intensidad que seamos claros a la hora de expresarnos; no olvidemos que la correcta expresión debe abarcar no solamente todo aquello que se presenta por escrito, sino también lo que se manifiesta de forma verbal.
En el terreno del lenguaje jurídico, estimo que el reto más importante para profesores y estudiantes de derecho es encontrar un balance razonable entre el uso de tecnicismos jurídicos (inevitable y necesario, como ya se dijo) y el lenguaje común y corriente que usa cualquier ciudadano.
Una especie de regla al respecto sería la siguiente: siempre que se pueda expresar lo que se quiere decir sin hacer uso de tecnicismos, éstos deben ser evitados. Es decir, los tecnicismos deben ser un recurso que se utilice de forma limitada y siempre que no sea posible lograr el mismo efecto comunicativo por medio de lenguaje “coloquial” o normal. En esa virtud, cualquier uso artificial o innecesario de tecnicismos debe ser evitado.
A lo largo de la carrera y en el desempeño profesional como abogado es probable que los ahora estudiantes se encuentren una y otra vez con los mismos conceptos, que son aquellos que estructuran todo el conjunto del discurso jurídico. Es importante tener presente, desde que se estudian los conceptos propios de la introducción al estudio del derecho, que en todas las materias jurídicas y en todas las ramas profesionales que abarca el trabajo de un abogado, se utilizan siempre las mismas matrices conceptuales.
Un abogado, desde que está estudiando la carrera, deberá comprender perfectamente términos como los siguientes: norma, fuente, prohibición, persona, personalidad, capacidad, órgano, ordenamiento, validez, poder, deber, potestad, competencia, función, comportamiento, sujeto, regla, obligación, derecho, acto, hecho, vigencia, etcétera[3]. Se trata de términos que se aplican a todas las ramas del derecho y que los estudiantes deben conocer y manejar con soltura, si quieren tener una adecuada comprensión de los fenómenos jurídicos.
No se debe olvidar que el derecho en su conjunto en buena medida es un lenguaje por medio del cual las sociedades se dan reglas para asegurar una convivencia civil pacífica y para lograr ciertos fines que entienden que son valiosos, como la justicia, la seguridad jurídica, la libertad, la igualdad, etcétera.
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El lenguaje desarrolla cuatro funciones[4]:

-       Describe cosas, da a conocer fenómenos, transmite información (función descriptiva).
-       Influye en el comportamiento de las personas a través de distintas modalidades lingüísticas como pueden ser las órdenes, los consejos, las sugerencias, las prohibiciones, etcétera (función directiva o prescriptiva).
-       Transmite emociones o sentimientos, a través de figuraciones gramaticales que nos remiten a experiencias vitales importantes; esto se logra a veces por medio de la música o de la poesía, que nos provocan un cierto estado de ánimo (función expresiva).
-       Cambia la realidad a través de la formalización verbal de conductas; las palabras “hacen cosas”, por medio de la atribución de significados lingüísticos a lo que hacemos o dejamos de hacer (función operativa).
El lenguaje jurídico se ubica fundamentalmente en la segunda de las funciones señaladas, ya que con frecuencia ordena cosas, con el objetivo de influir o determinar la conducta de los seres humanos. También tiene una función operativa, pues al calificar jurídicamente una conducta, la formaliza desde el punto de vista verbal, de modo que podemos saber que tal hecho es un delito o que tal acto es un contrato.
El buen uso del lenguaje es especialmente importante cuando se crean las normas jurídicas. Algunos de los problemas más recurrentes que enfrentan los abogados en su práctica profesional tienen que ver con normas jurídicas que están mal redactadas, tienen lagunas, contradicciones, etcétera. La falta de claridad lingüística es fuente de problemas y debe ser evitada a toda costa. No sería inútil que los estudiantes pudieran tomar cursos optativos o extra-curriculares sobre redacción legislativa (“legal drafting” lo llaman en Estados Unidos), a fin de procurar un mejoramiento del nivel de nuestros ordenamientos, lo que a la postre repercutiría en una mejor comprensión de las normas por parte de sus destinatarios y, de esta forma, en una mejor aplicación de las mismas[5].




[1] Un apunte más largo sobre el tema puede verse en Carbonell, Miguel, Cartas a un estudiante de derecho, México, Porrúa, 2017 (reimpresión).
[2] Bobbio, Norberto, La duda y la elección. Intelectuales y poder en la sociedad democrática, Barcelona, Paidós, 1998.
[3] Luigi Ferrajoli hace una minuciosa descripción de estos términos en su obra Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia, Madrid, Trotta, 2011.
[4] Sigo la exposición de Luis Prieto, Apuntes de teoría del derecho, Madrid, Trotta, 2005, pp. 41-42.
[5] Carbonell, Miguel y Pedroza de la Llave, Susana T. (coordinadores), Elementos de técnica legislativa, 4ª edición, México, Porrúa, UNAM, 2010.

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